Hacia tanto calor aquel día que algunos pájaros cayeron fulminados en la plaza de aquel pueblo, y cuando se intentó determinar la causa de aquellas sospechosas muertes de aves, la autopsia, llevada a cabo por un eminente ecologista de la zona, decretó que fueron las altas temperaturas, o alguna exhalación tormentosa, las posibles causas de aquellas muertes de seres alados. No hubo duelos, ni plañideras, y el ecologista y algunos voluntarios acordaron dar sepultura a aquella gran cantidad de plumíferos que tendidos y pico arriba se desparramaban por las calles que envolvían a la plaza de aquel pueblo.
Tal vez fue la presencia de aquella gran fosa común, junto al único ciprés de aquel pequeño proyecto de futuro jardín, donde descansarían por los siglos de los siglos las almas de aquellos vistosos gorriones y jilgueros, de aquellos peripuestos abejarucos y de estos otros aerodinámicos vencejos, gorriatos y aviones. No hubo investigación al respecto en cuanto a la causa que de esa sepultura se derivará y que es objeto de nuestra historia, lo cierto es que parece que fue allí, sobre el promontorio de tierra removida y luego aplastada donde se fue vista por primera vez. La cola era muy larga, de más de veinte centímetros, gruesa y peluda, y junto al majestuoso rabo, a modo de empuñadura de bastón, se erigía el cuerpo de la rata. Era una rata común, sin abolengo, sin pedigrí, una cotidiana rata de albañal que dirigida por las olfativas glándulas que genéticamente heredó de sus ancestros se dirigió a aquel monte levantado por el ecologista y sus voluntarios amigos para dar sepultura a los pájaros, para poder allí, en aquel foco de muerte enterrada, intentar saciar sus digestivas necesidades.
En todos los pueblos con cierta raigambre histórica, es decir, en todo pueblo que se precie, hay un Exterminador de ratas. Este pueblo, en el que nuestra historia acontece es cruce de caminos, sede de historias, más orales que escritas, y blasones de piedra encastrados en recias paredes de abobe y cal. Y esta solera, ha hecho que exista en él, una familia que desde que existe la historia, se dedique al arte y persecución de estos considerados pérfidos roedores.
Señalan ciertos pensadores que el caos no es más que un orden por descifrar, y tal vez, en esta ocasión, el destino, que algo tiene de desconcierto, se alió en mala hora con la rata, pues mientras ésta buscaba entrada al sempiterno nicho de las aves, el Exterminador pasaba por aquel paraje, y entonces, el inabordable caos se organizó de tal modo que los sucesos que a continuación se narran, podrían formar parte incluso de un decálogo sobre el oficio de exterminio de estos peludos seres.
Antes de pasar a contar los acontecimientos acaecidos, el narrador se exime de la violencia o desgarro que pudiera sobrevenir si esta historia llegase a las bibliotecas del mundo de los roedores, donde el héroe se transformaría en villano, y la victima en mártir. Es pues de recibo, que el qué estas letras une, se convierta en adelante, en un simple observador de sucesos, en un narrador de objetivas historias, y que si por circunstancias asoma a la narración algún sentimiento no del todo atractivo para el universo de los ratones y ratas, sea éste entendido como algo que sucede, o sucedió, y que no tiene ninguna intención educativa o aleccionadora sobre las relaciones entre estos animales y las gentes que viven en estas historias.
Dispuesto con las herramientas necesarias, el Exterminador se dirigió, en contra del viento, al lugar donde pretendía dar fin a una historia que no ha hecho más que empezar, y quizás por ello, el animal, con objeto de dar cabida a más personajes y sucedidos, se encaminó a la puerta de una casa, y sin que pueda parecer extraordinario, introdujo en la historia a otro personaje. Una señora viuda, del norte, siempre vestida de negro, religiosa a su modo, y plañidera incansable de lutos y funerales, percibió tras la puerta los pequeños golpes que el animal daba con su rabo, a modo de lacerante látigo, y se dispuso a abrir y a saludar al siempre insistente pedigüeño que probablemente solicitaría comida para su prole. Más cual fue su sorpresa que, desde el otro lado, recibió la tajante ordenanza del Exterminador de no abrir la escotilla pues corría peligro de que su casa se viese inundada por los pequeños pies de un ser infesto y transmisor de males. Así era aquel hombre, así lo educaron.
Dos saltos, tres carreras y un requiebro y la rata, empeñada en forjarse fama entre el vecindario decide entrar por la puerta contigua a la de la plañidera norteña. El suelo encerado de aquella casa, la hace resbalar y sorprende así, en este patinaje sin patines a la esposa de un exservidor de la ley y el orden. Todo se precipita, tras la rata entra el Exterminador, que acreditado por sus herramientas y su conocida condición es admitido como salvador ante los hechos que están sucediendo. Tras el héroe, entra la plañidera, ataviada con un mandil y una escoba, preparada para la lucha, ojos vidriosos, adrenalina elevada. El ruido y la jarana, despiertan al exservidor de la ley, que es avisado por una tía suya, una hermana de su moribundo suegro, que lucha en la alcoba contigua con muchos años y muchas enfermedades. La señora tía, podría ser un anónimo personaje de esta historia, pero el narrador se resiste a no incluirla, debido a dos características que mucho tendrán que ver en el cuadro de la fábula. Es sorda, o casi sorda, lo cual la lleva a avisar al sobrino con la advertencia de que una vaca, va resbalando por el suelo de la sala de estar. El error al determinar el tipo de animal, viene provocado por los ímpetus de estos sucesos, y la presencia de las mismas vocales en lo que a ratas y vacas se refiere. La otra característica de esta señora, es que está enferma, enferma de risa, así se lo pronosticó un médico especialista amigo de la familia, la Enfermedad de la Risa, degenerativa, donde el sistema nervioso, se rebela, cansado tal vez de tantas penas que muy a menudo habitan los corazones y toma la inteligente resolución de reír de forma cotidiana.
Ya se persona en la sala, el exservidor de la ley, sorprendido ante la presencia casi imposible de una vaca en su casa, y con el arma reglamentaria en la mano, blandiendo la pistola, dispuesto a lo que sea necesario. Y pretende ordenar, no en vano antes lo hizo, en otros tiempos, pero la presencia del Exterminador lo retiene y solo es capaz de requerir a su esposa y a su sonriente tía que se alejen, ante el peligro que puede devenir de la mordedura de estos peligrosos animales. La plañidera, es aceptada en la escena por el exservidor de la ley, ya que como va ataviada, a él le parece un buen compañero en la guerra que se avecina.
La rata se esconde, salta, y acaba por colarse bajo un aparador de madera, con agujeritos realizados por las carcomas, ya en su entrada a la madera, o ya en su salida de esta. Allí se ubica el roedor y el Exterminador, requiere de la plañidera la escoba, que se antoja corta para poder dar fin al cuento, y le pide algo más dilatado, y ésta, sin demora, como perfecto guerrero, se persona en la sala con una caña de bambú, que sirvió de alargadera para el blanqueo de paredes blasonadas, y allí esta la caña, que a modo de adarga quijotesca se dirige al animal, no sin antes golpear, dadas sus dimensiones y las del habitáculo, dos pequeños platos de cerámica portuguesa con motivos florales. Tambien fue golpeado un pequeño jarrón, herencia de la familia, de color verde, con sapos y culebras adosados y pintados. El golpe del jarrón en el suelo, la risa cercana de la tía del exservidor de la ley, los gritos que ahora daba la plañidera, y una detonación que se abrió un orificio en el techo de la sala, no pusieron nervioso al Exterminador, que con bastante agilidad ya presionaba a la rata con la caña, y con alguna de sus herramientas. Pudo dar fin a su vida en ese instante, pero no lo hizo, emplazó al exservidor de la ley, y le dijo que ejerciese él de verdugo, y así sucedió, no fue una guillotina, ni un garrote vil, no, no fue así, la rata se vio aplastada por unas zapatillas de esas de estar en casa, de esas a cuadros, esas que inexplicablemente el exservidor de la ley llevaba puestas en uno de los días más calurosos del año.
Muchas fueron luego las versiones de esta historia, casi todas orales, y grande fue la repercusión que tuvo, incluso en la radio de la comarca, se entrevistó a la plañidera, ya que el Exterminador declinó la invitación, pues a él le no le atraía la idea de dar el salto a la fama.
Solo algo más, una información que llegó a este narrador en los días de los hechos. Parece ser que la rata fue enterrada junto al ciprés, aquel de los pájaros, aquel donde ella apareció en la vida de estos personajes por primera vez y donde hoy, transcurrido el tiempo, descansa su alma de rata.